En el blog anterior exploramos brevemente el surgimiento de los aspectos lingüísticos y emocionales en las ciencias de la salud, sociales y humanidades, en aras de profundizar el entendimiento del ser humano a lo largo del siglo XX, ampliando el concepto inteligencia, más allá de la capacidad racional, incorporando poco a poco la dimensión emocional para explicar mejor el comportamiento, la toma de decisiones e incluso la forma en que las personas logran sus objetivos. Después de décadas de investigación, una de las definiciones de inteligencia emocional a las que se llegó fue: las capacidades y habilidades psicológicas que implican el contacto, la identificación, el entendimiento y gestión de las emociones propias y ajenas, para lograr resultados positivos de forma individual y en sus relaciones con los demás.[1]
Hoy en día, se ve a la inteligencia emocional y la habilidad de gestionar las emociones como fundamental en las competencias psicosociales en todos los ámbitos en los que se desenvuelven las personas; se considera a las emociones como pre-formadoras de la realidad y experiencia de vida, influyendo como ningún otro elemento en el desenvolvimiento de una persona y sus alcances e impacto en una estructura social. Al ser una competencia (englobando conocimientos, hábitos, destrezas, comportamientos y valores) es algo que se aprende; es decir, más allá de las predisposiciones con las que nacemos como humanos, para desarrollar la inteligencia emocional requerimos de instrucción, acompañamiento y un proceso de enseñanza-aprendizaje. Este proceso sucede aún cuando no seamos consientes de ello; desde que nacemos estamos en constante aprendizaje y formación de nuestro ser emocional, tomando como referencia a las personas que nos rodean y su propia relación con las emociones. Por lo tanto, toda habilidad emocional (o la falta de) es un hábito desarrollado.
Después de lo que ya hemos mencionado en el blog anterior y en el presente, vemos que la toma de decisiones (en el espacio elegible[2]) que pueden llevar la vida de una persona hacia un rumbo u otro, está altamente influida por el mundo emocional. Incluso más allá de la toma de decisiones, la propia forma en que un ser humano interpreta su realidad y cómo cualquier estímulo externo detona pensamientos, sentimientos, recuerdos, acciones, reacciones y respuestas fisiológicas, depende mucho de las emociones. Y este punto es crucial, debido a que los científicos hoy pueden medir las respuestas químicas del cerebro y en todo el cuerpo de las distintas emociones, sabemos que el impacto emocional es decisivo no solo hacia fuera sino hacia adentro de cada persona. Cada emoción tiene su propia mezcla química en cada persona y la forma en que una persona responde emocionalmente a los estímulos externos se convierte en un hábito fisiológico. Estos hábitos se repiten una y otra vez en la vida de las personas y en el exterior, lo que es observable es que constantemente nos vemos envueltos en situaciones (el mismo tipo de relaciones, el mismo tipo de problemas o el mismo tipo de experiencias que vemos plasmadas en frases como “por qué siempre me pasa que…”) que nos generan las mismas emociones a las que nos hemos acostumbrado.
Algunos expertos[3] afirman que la clave de este ciclo de experiencias repetidas y la forma de interrumpir estos ciclos, mejorar nuestras experiencias y calidad de vida, se encuentra en la inteligencia emocional. Si la inteligencia emocional nos permite adquirir la habilidad de gestionar las emociones propias y ajenas, ¿cómo podemos saber que lo estamos haciendo? El conocimiento y observación de nuestras propias emociones, la forma en que tales o cuales eventos, personas o situaciones detonan las distintas emociones en nosotros y la forma en la que una vez dentro de la vivencia emocional (estar sintiendo la emoción) se detonan cierto tipo de reacciones en nosotros, puede ayudarnos a cultivar nuestra propia inteligencia emocional; si somos capaces de nombrar nuestras emociones, sentimientos y estados de ánimo (estos últimos se diferencian de las emociones al tener una duración mucho más prolongada que una reacción emocional momentánea, para incluso convertirse en parte de nuestra personalidad o “carácter”) y también de detectar nuestros hábitos y formas de reaccionar, podremos observar poco a poco el breve espacio que existe entre un estímulo externo y nuestra respuesta fisiológica y consecuente reacción. Si observamos y damos peso a ese breve pero determinante espacio, podremos elegir con mayor conciencia nuestra acción siguiente y convertir ese breve espacio en un campo de libertad. Es un campo de libertad porque estaremos interrumpiendo hábitos emocionales de antaño para elegir cuáles continuar cultivando y cuáles ya no funcionan para la vida que queremos construir; muchos de esos hábitos nos han apoyado sin duda a vivir y sustentan nuestras fortalezas, pero muchos otros solo nos sirven para sobrevivir de una manera poco plena.
Al comenzar a abstraernos de las emociones, sentimientos y estados de ánimo, podremos darnos cuenta que la forma en la que hemos “sentido” hasta ahora no es la única forma posible para nosotros, pues podemos mejorar aquellos aspectos individuales que no propician contextos que nos apoyen a lograr los objetivos de vida que para nosotros sean importantes, podemos interrumpir hábitos y reacciones que no nos apoyen a mejorar nuestras relaciones y elevar nuestra calidad de vida y más aún, podemos sanar aquellas experiencias que generaron hábitos emocionales en nuestro pasado que nos llevan a repetir situaciones que no deseamos conservar en nuestro futuro.
Incrementar nuestra habilidad de gestionar nuestras emociones es un proceso, no un evento (como lo decimos muchas veces en Gestión del cambio). Sin embargo, estamos convencidos de que el cultivo de la inteligencia emocional tiene como recompensa la conquista de la libertad, la adultez (pues los niños más que gestionar, sienten intensamente las emociones interviniendo poco en su gestión, es decir, se dejan llevar por ellas) y la serenidad en los seres humanos. Apropiarnos del breve espacio entre el estímulo externo a nuestras emociones y nuestra respuesta fisiológica y posterior reacción, es apropiarnos de la libertad de elegir en quién me quiero convertir con mis acciones.
[1] Cfr. Goleman, Daniel, La inteligencia emocional. Por qué es mas importante que el cociente intelectual, 1996, Barcelona, Kairos Editorial, 396 pp.
[2] Es importante distinguir que hay un espacio elegible y otro que no lo es, dado que hay aspectos y espacios pre y determinados, como el lugar y tiempo en el que nacemos, o todo aquello que se encuentra fuera de nuestro ámbito de influencia.
[3] Nos referimos a expertos en el ámbito del estudio de las emociones como los que ya mencionamos en el blog anterior y sumamos a esa lista a Mercè Conangla, Jaume Soler o Joe Dispenza, por mencionar algunas referencias que consideramos ofrecen lecturas de divulgación y no sólo para expertos sino accesibles a todo público.